Amelia descorrió las cortinas hamacadas por la brisa fría para que el último rayo de sol le hiciera compañía. Necesitaba esa luz en fuga para atraer recuerdos que hoy deseaba recuperar. Era ocho de junio, estaba dispuesta a armar el rompecabezas.
El desamparo, la soledad, algún capricho, el sabor a la aventura, o un gran amor, hicieron que aquel ocho de junio decidiera viajar a la ciudad. Por una amiga en común, “El” le avisó que estaría allí hasta el día siguiente.
Como quien escapa de su perseguidor, caminó amparada por las sombras del anochecer hasta la casa de su niñera y le explicó lo que necesitaba:
—Felisa quiero que te hagas cargo de mis niños durante dos días, debo viajar “por una reunión de trabajo”.
La misma explicación arrojó a la cara de su marido, no era la primera vez, pero sí diferente:
—Alfredo, mañana estoy citada por la Inspección para una reunión extraordinaria. No puedo faltar. Felisa se hará cargo de los chicos, como siempre.
Y como siempre debió soportar una avalancha de reproches. ¡Qué el trabajo, que los niños, que la casa, tienes que renunciar!… y mucho más!
Hacía seis meses que no se encontraba con el hombre que se había cruzado en su vida, varios años atrás. El dueño de tantas palabras de amor, de besos intensos, de compenetración perfecta.
La noche fue interminable, sin moverse, evitando caricias indeseadas, asfixiantes, violentas.
Mientras caminaba hasta la parada del micro, con sus nervios a cuestas, sólo las estrellas la acompañaban.
El frío entumecía sus piernas en el viejo micro, pero sus pensamientos, que la llevaban a gustar de antemano el encuentro soñado lo transformaba en calor.
Ocupó la mañana en realizar algunos trámites y unas compras, planeando una noche de felicidad.
Por la tarde llamó a la casa para hacerle saber que estaba allí. Pero el mundo se derrumbó sobre ella cuando alguien atendió la llamada y dijo:
—Roberto regresó al pueblo hace media hora —cortó la llamada y salió al aire frío de la tarde. ¡Otra vez el destino le jugaba en contra!
Regresó a la casa paterna, vacía y más fría que nunca, con los ojos nublados y la garganta cerrada. Horas de dicha se le escurrían entre los dedos. En su mente repiqueteaban preguntas sin respuesta: ¿por qué me equivoqué al elegir mi hombre?, ¿por qué tengo que seguir soportando a quien ya no soporto?, ¿por qué no puedo vivir el amor verdadero que otro sabe brindarlo?, tocarlo sólo con la punta de los dedos. ¡Falta tan poco para tomarlo todo!, se juró a sí misma, monologaba en silencio.
Pero la fuerza de ese amor que habitaba en ella no la dejó caer vencida. Pensó que “Él” podría haberle mentido a su esposa para volver a su lado. Se vistió con la ropa preparada de antemano para la ocasión y se sentó en el living a esperar su llegada. Los minutos y las horas corrieron, entonces vio que sus castillos eran derribados por la claridad del amanecer.
¡Este fracaso será el último! se dijo. Salió de la casa, pasó por la farmacia, compró lo que necesitaría en los próximos días y al mediodía regresó a su pueblo en el micro atestado de changarines y colegiales. En su hogar todo estaba en calma.
Antes de acostarse tomó su medicamento para dormir y recuperar fuerzas, los días siguientes no serían fáciles.
Cuando despertó, el lado izquierdo de la cama estaba vacío. Los chicos dormían bien abrigados. Se vistió y con los primeros rayos del sol caminó hasta la cocina sintiéndose una mujer desconocida.
En el suelo, acurrucado cerca de la silla, el hombre que había devastado su existencia ya estaba frío, inerte. Ya no sería la cadena que atara sus sentimientos. En el silencio sintió estallar dentro de ella: “Serás libre, libre para amar y ser amada”.
“Paro cardíaco “, sostuvo el médico del pueblo vecino. ¿Quién sospecharía que el bueno de Alfredo bebió la muerte en su primer mate de la mañana?
Por Silvia Gloria Tóffolo
(Romang, Santa Fe, Argentina)
