Amanecía, los trenes sacudieron sus ferrosos cuerpos y partieron en una brecha de silencio del amanecer. Dos estrellas resplandecieron en el cielo.

En los vagones, el pasaje, apretado y sudoroso, bosquejaba un mañana diferente. Los ojos saltaban a los relojes como queriendo apurar el tiempo. Dejaban un pasado y mucho dolor. Camisas transpiradas, paquetes armados entre un destello y otro. Gorras y pañuelos, chales y valijas panzonas. Piel con días sin agua, olor a miedo, a desesperación, olor a fuga entre jirones de esperanzas.

En un barrio de estudiantes de Francia, saludaban las aves el sol de esa mañana. Ella giró en la cama y el sol le planchó la cara. Esbozó una sonrisa mientras el gato le lamía la cara. Se levantó. La cafetera humeaba y serpenteaba el vapor. Los croissants esperaban en la bandejita de cartón. Tomó un pocillo con un chip en su costado y con sus ojos moros entrecerrados se sentó sobre la mesa tambaleante. De repente su expresión cambió. Miró con sorpresa su reloj, sacudió la cabeza corriendo dos mechones rebeldes y corrió hacia el baño. El agua fría de la ducha la despabiló con una cachetada sorpresiva. Se envolvió en un toallón con la imagen desteñida de algo que podría haber sido una estrella y corrió hacia el otro extremo de la sala. Sacó del pequeño roperito, una camisa liviana blanca, un pantalón azul y su chaqueta oliendo a limpio, sandalias negras de una castidad pasmosa y se dirigió nuevamente detrás de la cortina que hacía de biombo y dividía la habitación. Esa era su casa. Estiró su pelo aún mojado y lo ató con una cinta, dos pellizcos en las mejillas y un poco de color en los labios. Con sus manos alisó el pantalón, se miró en el reflejo del vidrio de la ventana y apresuradamente tomó el estuche de su violín, su carpeta con las partituras, el pequeño bolsito de lona con lo mínimo necesario, le tiró un beso al gato y salió cerrando tras de sí la puerta de su humilde palacete.

En otro punto de Europa también amanecía. Fue el brillo de un relámpago y el estallido de un trueno lo que lo despertó. Se tapó los oídos, no soportaba las tormentas eléctricas. Dio vueltas en la cama. Miró su reloj, y, cuando sintió las sábanas humedecidas por el sudor decidió levantarse. Su humor se entorpecía por el calor. Con pasos lentos caminó por el pasillo alfombrado hasta llegar a la pequeña cocina. Tomó su té y se duchó tarareando. Se dio unas palmadas en el pecho ancho, de vellos rubios y piel dorada y resoplando el agua que chorreaba de su pelo se miró al espejo.

Hoy la veré -pensó-. Se vistió como un adulto mirando de soslayo sus bermudas color caqui, la musculosa y las sandalias. Se perfumó, se observó en el gran espejo de la sala, conforme con la inspección, tomó el estuche de su oboe, la carpeta con las partituras y la pequeña mochila con una muda de ropa. Llevaba un par de cosas para cambiarse luego del concierto.

La sala atestada reflejaba a golpe de ojo, el éxito de la convocatoria. La selección de las obras, la posibilidad de escuchar solos de cuerdas, vientos sublimes y el gran coro alemán al final seguramente habían sido la clave.

Las fragancias costosas, los elegantes vestidos y ademanes refinados eran un viaje a la Viena de otros tiempos.

Detrás de los cortinados, jóvenes de varias razas, religiones y nacionalidades se ajetreaban ajustando clavijas y templando cuerdas. Desde un extremo del pasillo un corazón ansioso buscaba una cabellera negra tomada con un lazo. Esa misma cabellera buscaba los ojos celestes con los que se había cruzado hacía algunos años cuando llegó a Francia.

Se habían observado y coqueteado con las miradas. Compartiendo un café notaron que ambos hablaban un inglés extraño con un acento que coincidía en algún punto. No hablaron de eso, él estaba en Alemania y ella vivía en Francia y se veían solo en los conciertos de noveles valores. Pero había destellos en sus miradas y temblores en sus manos imposibles de disimular.

Tres conciertos más en el mismo año y lo inevitable sucedió. Ella sucumbió al desliz de esas manos claras y hábiles sobre su piel y él se desintegró al ingresar en el volcán de sus ojos. Fueron llama, trinos y acordes. Sus sombras se deslizaban, se retorcían, se armaban y como leones sedientos se bebían nuevamente. Recorrieron los rincones de la habitación disueltos en caricias y quedaron tendidos sobre la alfombra del hotel en los altos Pirineos. Afuera en el inconmensurable cielo dos estrellas parpadeaban débilmente.

La mañana los encontró engarzados en las miradas y se besaron.

Luego charlas, comentarios y una decisión. Volverían a sus hogares y hablarían de ese amor nuevo, recién nacido y que ya maduraba como grano de trigo al sol. Alegres y tomados de la mano se rindieron en el último beso.

Cada uno desde un andén diferente se encaminó hacia poblados distintos. Ni familia ni amigos esperando ni fiesta de bienvenida. Era noche cerrada. En el cielo dos estrellas en el mismo instante se perdieron en la inmensidad de los tiempos entre estallidos de granadas y zumbidos de misiles.

 

Por Silvia Milanese Tarasconi
(Río Cuarto, Córdoba, Argentina)