Gradosol, la otra máquina
Cuento ganador del primer premio en la categoría «Cuento o Relato Largo»
del Certamen de Invierno 2019 organizado por La Hora del Cuento.
Quien se pierde en su pasión, pierde menos que quien pierde su pasión
Soren Kierkergaard
Lo creía olvidado, hasta hoy. Reconozco que fue un tanto raro lo que pasó. Me dijeron, días atrás, que uso muy seguido esa palabra. ¿Me habré acordado por eso? Tal vez. Pensándolo bien, “aquello” estaba esperando, otra vez, para irrumpir en mi vida. Empezaba el verano en el barrio del Zanjón, tres cuadras que eran para nosotros el mundo. Los perros del Viejo dormían a la sombra. Golpeamos las manos y nada. El camión regador ya había pasado. Seguramente a él sí lo habían salido a ladrar. Nos acercamos al alambre en el que se habían enredado arvejillas y matas de huevos de gallo. El Gordo quiso probarlos. Le advertí que estaban verdes y, como en otras ocasiones, no me hizo caso. Al segundo de ponerse a masticar escupió todo. Por la vereda de enfrente pasaron, riéndose, dos chicas de la otra cuadra. Para disimular hicimos que nos atábamos las zapatillas. Bien que nos gustaban. Los perros vinieron despacio. Añosos como el dueño de casa. Se quedaron moviendo la cola. Las gallinas se acercaron a comer lo que el Gordo había escupido. Asqueroso. Don Perrone gritó “Ya va”. Se asomó en la galería, hizo señas de “Vengan”. Corrimos la traba y acompañados por los perros fuimos a donde él estaba. Algo me causaba gracia. ¿Será que el miedo da risa? El Viejo ya se había sentado contra la pared blanqueada. Silla de paja petisa, con las patas de atrás recortadas para favorecer el reposo. Por los surcos de la cara lo habíamos sacado de la siesta. En un gesto reflejo, de ex fumador, arrancó una pajita de escoba y la llevó a los labios. Mirándolo, ahí sentado, me pregunté por qué había dicho que sí. No era la primera vez. Y tampoco sería la última. Reconozco que tener el “sí” fácil es un problema. A menudo me sorprendo preguntado (me) por qué dije que sí a algo que debiera, o quisiera, haber dicho que no. Como aquella vez de lo del Gordo. Ahí estábamos. Poco conocíamos sobre el Viejo. Decían que vivía solo desde la muerte de la esposa. Tenía algunos frutales: una planta de damascos, un nogal, un limonero y una higuera (¿hace falta decir vieja?). Los vecinos lo ayudaban acercándole algo de lo que cocinaban. El Viejo respondía la gentileza compartiendo frutas y huevos de las gallinas. —Queremos hablar con usted, don Perrone —expresé. Suponiendo que lo que queríamos hablar necesitaba apoyo y tiempo, nos dijo que buscáramos sillas. Sabía que el Gordo no se animaría a entrar a la cocina. Traje dos. Nos sentamos de espaldas a la parra, frente al Viejo. Cantaba un misto anunciando “vientito frío”. Decían que el Viejo, cuando no era viejo, había llegado desde Salto Argentino para trabajar en el tendido de Obras Sanitarias, en tiempos de los conservadores. Contaban que tuvo esposa y un hijo. Solo quedaban los perros y un sobrino que, a veces, venía a visitarlo. Era buen curador del empacho y lo teníamos por manosanta. Decían que en Salto Argentino habría aprendido de Pancho Sierra las secretas artes. De todo eso me acordé, ahí, frente a don Perrone (el miedo hace su trabajo). Nos presentamos refiriendo quiénes eran nuestros padres, ¡como si no los conociera! —¿Qué los trae por acá? —nos dijo. El Gordo, sabiendo que todo empezó por culpa de él, decidió tomar la palabra. —Alguien dijo que usted nos puede ayudar. —¿Si? ¿Y en qué? —En un partido de fútbol. El Viejo se rio a carcajadas mostrando la boca con algunos dientes menos. Festejando la ocurrencia y “tomándonos el pelo” dijo: —Bueno acepto, pero les aclaro que al arco no voy. —No, disculpe don Perrone. La idea es otra. —Ah. Lástima —dijo— me había ilusionado. Decidí contarle lo del desafío con el equipo del otro barrio, el de Rulo ¡Para qué! El Viejo se enojó con el Gordo. “No se puede tentar al destino”, le decía. No entendí, aunque estaba de acuerdo. Vino a mi mente la frase que nos había dicho el Napoleón: “Ponte de frente al sol y las sombras quedarán detrás de ti”. Interesante, pero para el partido no servía, por más que fuera un proverbio maorí. El Napoleón, que no sabía de fútbol, había dicho también que era la actitud la que nos llevaría a la gloria o a la miserable derrota. Eso lo entendí. —¿Cuántas veces nos ganaron los otros? El Gordo respondió “Cinco al hilo”. El Viejo puteó. Había tomado parte y, por suerte, de nuestro lado. Repetía como en una letanía: “No nos pueden ganar otra vez”. Golpeaba el puño derecho, cerrado, en la palma izquierda. Decía frases en italiano (resabio de abuelos inmigrantes) y besaba, en dos movimientos, la cruz que hacía con el pulgar derecho. El Gordo, asustado, me miraba. Y ahí dije lo de las camisetas. Don Perrone se sobresaltó: —¿Cómo que no tienen? ¿Con qué juegan? El Gordo, saliendo del trance, respondió que teníamos unas blancas (mugrientas). El Viejo movió la cabeza como si aflojara las cervicales y dijo que, así, estábamos dando ventaja. Le explicamos que no teníamos dinero para comprarlas. Quedó en silencio. Después entendí. Y fue ahí que el Gordo preguntó si era cierto que tenía un juego completo. No hubo respuesta. Se levantó y fue hacia adentro. Lo seguimos como pollitos a la pinina. Marcó el camino con las alpargatas, usadas como chancletas. Los talones del Viejo eran una porcelana de tanto arrastrarlos contra el portland de los pisos. El deslizar de esas reptiles con bigotes, me hizo acordar “el fratachar” de los albañiles. Revolvió y trajo un paquete atado con hilo sisal. Dentro había otro envoltorio de papel de diarios. Dijo que era por las polillas. Fue sacando las camisetas, con delicadeza, y las ubicó sobre la mesa. El contraste con las flores del hule era notorio, el espanto fue en aumento. —Estas son —afirmó el Viejo. Nos contó que las camisetas (en realidad eran camisas con botones) las había recibido el equipo “Tren del Oeste” en los juegos Evita de 1951. El Gordo hizo cara fea y dijo de un tirón: —Son color café con leche medio lavado. Color mierda, clara, pensé. Tenían vivos blancos en los bordes de las mangas y en el cuello. Los botones también blancos. El Viejo contó que, como en los juegos participaban muchos equipos, tenían que evitar que los colores se repitieran. Y el resultado era “eso” que teníamos a la vista. No nos decidíamos a pedirlas. Y fue entonces que don Perrone dijo: —Traen buena suerte. Estas camisetas nunca perdieron. Nos miramos con el Gordo. Nos empezaron a parecer lindas. —¿Cómo? ¿Salieron campeones? —pregunté. —Casi. Terminaron invictos. Contó que los muchachos del barrio habían inscripto al “Tren del Oeste” en el campeonato Evita y recibieron las camisetas por el Correo. Llegaron a la final nacional con el “Estrella Morning”, de Rosario. Empataron tres a tres. Se definía por corners a favor y, en eso, ganaron los otros. Nosotros preguntábamos aquí y ahora, el Viejo se remontaba a 1951. Contó que algunos, por la edad, no pudieron seguir participando. Y Ángel, el hijo, que era capitán del “Tren del Oeste” dijo: todos o ninguno. —¿Ángel era su hijo? —pregunté. —Sí, por Labruna ¿sabés? No lo interrumpimos. Le gustaba aquella delantera, mítica, llamada “La máquina”. Recitó la formación y nos hizo repetir con él: Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau. El Gordo se probó la camiseta más grande y no le prendía. Nos reímos. Conté con el dedo y paré en diez. Dije: “Falta una”. Don Perrone me clavó la vista. —Sí, la de mi hijo, el Ángel. El Viejo se detuvo, con los ojos enrojecidos. Sacó un pañuelo, arrugado, del bolsillo trasero y se fue al patio. Algo pasaba con la camiseta faltante. Lo seguimos a distancia. Se detuvo frente a las calas que crecían en el fondo, con el agua de la pileta de lavar. Escupió un par de veces y orinó. A un costado estaba la letrina que, al parecer, no usaba siempre. Para disimular, removió la tierra con la alpargata, como hacen los gatos. —Don Perrone no queríamos molestarlo —no supe qué más agregar. El Viejo de espaldas, argumentaba que no era culpa nuestra. Al rato se dio vuelta. Tenía la bragueta desprendida. Seguí callado, ¿para qué decirle? Contó que cuando el Ángel enfermó de polio, en la epidemia, hizo prometer que jamás le iban a quitar la camiseta. —Ya ven, de poco me sirvió la fama que tengo de curandero. Para sacar al Viejo del pozo en que lo habíamos metido, el Gordo preguntó: —¿Qué número usaba Ángel? Lo tuvimos que seguir escuchando. Contó que los números se empezaron a usar años después. Y que Ángel, como Labruna, corría por toda la cancha y también en el arco era bueno. De repente, el Gordo se agarró la panza y encaró para la letrina. Los huevos de gallo, pensé. Quedamos solos. Mirando que el Gordo no volviera me preguntó si el desafío había sido por una chica. Asentí con la cabeza. Dijo que lo que estábamos haciendo, era una causa noble y, a la vez, estúpida. No entendí, nuevamente. “Venite otro día y te explico”, me tranquilizó. El Gordo apareció secándose la frente, y aliviado. El Viejo siguió narrando los dieciocho partidos del “Tren del Oeste”. Se acordaba canchas, rivales y resultados. Cuando salimos, con las camisetas, era de noche. Ni los perros nos acompañaron. El día del partido el Viejo fue a vernos jugar. También las chicas del barrio, incluyendo la que le gustaba al Gordo. A la camiseta que faltaba la hicimos con un saco para vender Nescafé que tenía el Chila (hubo que agrandar una para el Gordo). Improvisamos números con cinta blanca, mi vieja los hilvanó. Yo me quedé con la que tenía el 10 en la espalda. La cancha estaba “repleta”. Nunca nos iba a ver nadie, y debajo de las acacias había como veinte personas. Primero entraron los del equipo de Rulo con camisetas nuevas, verdes con una estrella en el pecho. Agrandados. Después nosotros con el Napoleón a la cabeza. Llevaba un saco grande, de algún finado, con la letra “E” de entrenador. Nos recomendó que demorásemos el inicio del partido para “debilitarlos anímicamente”. No sé de dónde había sacado eso. Y ahí, adelante de todos nos embadurnó con aceite verde. Dijo que lo usaban los luchadores en el coliseo romano. ¡Un bando de aquellos! Yo estaba seguro de que, con ese olor, no se nos iban a animar ni los tábanos. Los del Rulo hacían “jueguito”, esperando. El Napoleón nos hizo posar para la foto. ¡A nosotros! Trajo una máquina Gradosol, flamante, que no sabía usar muy bien, aunque de eso nos dimos cuenta tarde. Se la pedí para verla. Hermosa. Además del botón que disparaba la foto tenía dos selectores, uno para abrir la lente y otro para regular el tiempo de exposición. Al menos eso explicó Napoleón. Formamos el equipo, estrenando camisetas. Seis parados, cinco hincados. Que “un poco más atrás que no entran”, que “más adelante que quedan lejos”. Disfrutamos ese momento de gloria. Los rivales apuraban por la hora. “Mejor”, dijo Napoleón, “así se desgastan”. El Rulo burlándose dijo: “¿Dónde las compraron?” Escupí antes de responderle que iban invictas. Yo, en cuclillas y en un costado, sostenía la pelota (era mía) como Labruna. Mano derecha arriba “del fulbo” y la izquierda en el piso, para no caerme. Seis parados, cinco hincados. Cuando el Napoleón contó “tres” y sacó la foto, la pelota se me salió de la mano. Quedó quieta a mi lado. Le pedí que sacara otra. “No tengo más, queda así”, respondió. Del primer tiempo del partido me acuerdo poco y nada. Mejor, porque a la pelota la veíamos cuadrada. El “turro” de Rulo nos gritaba los goles en la cara. Se cumplió la hora, cambiamos de arco. Nos refrescamos desparramados en el pasto. Habíamos corrido mucho. Para nada. Perdíamos cinco a cero (y nos hicieron precio). —Menos mal que estaban invictas —me dijo Rulo al pasar. Y de la nada apareció el viento, como si hubieran abierto una puerta (¿a dónde?). Venía del lado de las acacias, donde estaba don Perrone. El Viejo cruzó la cancha. ¿Se iría para no verlas perder? Me equivoqué, como tantas veces. Me dio una cinta roja y me dijo: —Ponete esta cinta de capitán. La usaba el Ángel. Me ayudó a atarla: “Va en el brazo del corazón”. Pedí disculpas: “Estamos haciendo quedar mal las camisetas”. Me miró a los ojos, dijo que el partido no había terminado y que los del Estrella Morning de Rosario no iban a ganar esa tarde. Don Perrone estaba confundido. El Napoleón nos reunió en círculo. Hizo prometer que no nos iban a hacer el sexto gol. No hizo falta. Al minuto del segundo tiempo Rulo pateó después de eludir al arquero. La pelota golpeó en algo, no sé explicarlo, y salió para otro lado con tanta fuerza que le llegó a uno de los nuestros que estaba solo. Adentro y a cobrar. Cinco a uno. Los pases que antes no podíamos dar, empezaron a salir perfectos. La pelota siempre nos llegaba al pie. Y que cinco a dos, y que cinco a tres. Nuestro arquero parecía tener cuatro manos: sacaba todo lo que le tiraban. Ellos comenzaron a quedarse sin piernas, a errar pases, a perder goles imposibles. Napoleón, desconocido, gritaba: “a la carga Barracas”. Esa tarde el Gordo hizo dos goles, Frofro dos y yo uno de penal. Bien cobrado y no tan bien pateado. Le pegué fuerte y al medio, me pareció que se iba un poco arriba. Tomó una comba rara y entró al ángulo, lejos del arquero. Cinco a cinco. Ellos se fueron atrás, con Rulo a la cabeza, para defender el empate. No querían perder ese partido por nada del mundo. Después vino lo del tiro libre cerca del arco de ellos. De la nada apareció un remolino de viento y tierra. Pensé en mandarla fuerte y al rastrón. Frofro me la pidió unos metros adelante. Di el pase, él pegó con la “canilla” y salió para cualquier lado. Por el viento, o por la patada, la pelota tomó un efecto raro, esquivando piernas, como un buscapiés. El arquero se abrió mucho de piernas. “Adentro mi alma”. El Viejo fue el primero en cantarlo y las chicas hicieron coro. ¡Nunca grité tanto en mi vida! “La hora” dijimos y el partido terminó, con nosotros festejando y ellos a las puteadas. Eso fue lo más parecido a la felicidad que conocí en la vida. El Gordo aprovechó el momento para abrazar a la chica que le gustaba. Siguen juntos después de cuarenta años. Para eso, por lo menos, sirvió el partido. Y para bajarle los humos a unos cuantos, Rulo incluido. Don Perrone, cuando devolvimos las camisetas, nos dijo que le hicimos acordar al equipo del Ángel, ¡que parecíamos “La máquina”! Lástima. Don Perrone se murió días después del partido. Fuimos todos a despedirlo. Las pocas pertenencias le quedaron al sobrino (para eso sí apareció). Se llevó todo, hasta las gallinas. Dejó los perros. Con los muchachos decíamos que se tendría que haber muerto ese inútil y no el Viejo que era buen tipo. Parece que las cosas no funcionan así. Quedé con ganas de preguntarle lo de las causas nobles y estúpidas. Después, en la vida, encontré varias y, como no las comprendía, a algunas las abracé y a otras no. Y sin tener a quien preguntar hice lo mejor que pude, lo que sentía, aunque no lo entendiera. ¿De eso se trataría lo que el Viejo no llegó a decirme? Después no volvimos a jugar juntos, como los del “Tren del Oeste”. Las obligaciones y las novias nos fueron separando. En algunos casos hasta nos dejamos de ver. Otros, se murieron, es lo mismo. El Napoleón se mudó lejos, semanas después del partido. No lo vi más. Hasta hoy. Se apareció por casa después de cuarenta años. Está gordo y pelado. Nos dimos varios abrazos y charlamos de todo. Me dijo que tenía una sorpresa: un sobre, chiquito, blanco. De esos que se usaban para poner la invitación al morfi de los casamientos. Ese que se recibía adentro del otro sobre, más grande, donde iba la participación a la iglesia. —Abrilo —me dijo. Y me acordé de “a la cuenta de tres”, de la Gradosol, del Viejo y del Gordo. —¿No me digas que es de aquel partido? —Fijate vos mismo. Comencé a mirarla. Todo fluía en mis manos, ante mi vista. Como la vida. —Napoleón —dije—, lo que puede despertar una foto. Era mal fotógrafo, de eso no había dudas aunque hubieran pasado cuarenta años. La foto de aquella Gradosol tenía los bordes como puntilla de broderie y un marco blanco que la hacía, aún, más pequeña. El equipo se veía lejos, chiquito. Había sacado todo: el pasto, la gente, las acacias del fondo. Recordé: “Seis parados, cinco hincados”. Me busqué y me vi. Con la mano derecha arriba del aire. La pelota a un costado mío sostenida por otra mano. Conté poniendo el dedo sobre cada cara y éramos doce en la foto… ¡Doce! Y pude ver la cinta del capitán. La tenía puesta el Ángel que estaba a mi lado, con la pelota en la mano derecha. Sonreía.
Ricardo Alberto Giallorenzi

(escritor y poeta)
(San Pedro, Buenos Aires, Argentina)