En la terraza de un alto edificio ubicado en la esquina de la avenida San Juan y Quintino Bocayuba, un astrólogo aguarda ansioso la aparición de Venus para alinear su astrolabio.
La inminente noche marcará la mitad del tiempo que transcurre entre el equinoccio y el solsticio del verano austral. En un libro inveterado que le vendió un ocultista -argumentando que era un incunable salvado de la biblioteca de Alejandría- el astrólogo leyó que esa noche ocurriría un portento celeste. En realidad el libro contenía las traducciones de varios palimpsestos, cuya escritura original quizá haya sido sobre papiros. Versaba sobre predicciones astronómicas de sacerdotes sumerios, que fueron corregidas o tergiversadas por los adoradores de la diosa Isis, hermana y esposa de Osiris. El astrólogo, después de consultar varios calendarios, hasta llegar al gregoriano, vio ciertas coincidencias entre ellos, donde se postulaba que esa noche ocurriría una alineación planetaria. También, por algunos datos dispersos, pudo inferir que el lugar más apropiado para avistar dicha alineación era la ciudad de Buenos Aires; donde él vivía y se ganaba la vida como empleado de correos.
El libro mencionaba que esa noche, única entre las noches de la eternidad, quien fuese su poseedor y siguiese el complicado rito en él descrito, tendría acceso a toda la sabiduría que un hombre puede querer para sí. Entusiasmado, el astrólogo se ubicó en forma conveniente para que no lo encandilasen las luces de la cercana autopista 25 de Mayo, cargada de tránsito hacia el oeste a esa hora. Calibrado el astrolabio con el planeta Venus, enseguida localizó a Júpiter sobre el este. Observó con un telescopio, también subido a la terraza, que las posiciones de las cuatro lunas visibles de ese planeta gigante, enunciadas y luego negadas por Galileo, estaban tal como lo auguraba el libro.
Esta comprobación desechó cualquier duda que pudiese quedarle. Cerca de la puerta de acceso a la terraza había colocado un pequeño brasero y a su lado un matraz y un atanor de fabricación casera, más los secretos polvos invocadores de la sabiduría. Después de traducir trabajosamente sus nombres al español, los había podido adquirir en dos o tres droguerías, y uno de ellos, la sal, en el mercadito chino del barrio.
Paciente, esperó la llegada de las 12 de la noche. A las 6 de la tarde había iniciado el rito, llorando desconsoladamente y riéndose desencajado, frente a un espejo, vestido con una túnica anaranjada. Una vecina del último piso subió para ver que eran esos ruidos raros en su techo. Cuando el astrólogo le contó lo que estaba esperando, le recomendó ir a ver un psiquiatra y cerró la puerta de la terraza de un portazo.
Al fin llegó la hora esperada en que toda la sabiduría humana le sería develada en breves minutos. Todos los misterios del universo, las primordiales leyes de la creación, le serían deparados a él, por haber sido el “elegido” para tener en sus manos ese libro que encerraba la llave del conocimiento, en ese instante supremo de la galaxia.
Ubicó el brasero en medio de la terraza y empezó a calentar el atanor. Comenzó a echar en el matraz todos los elementos necesarios para lograr el puente con la sabiduría del pasado. Hecho esto, al dar las 12, vertió todo el contenido del matraz en el atanor y no tuvo tiempo para nada más. Una violenta explosión destrozó el atanor y la onda expansiva lo arrojó por encima de la baranda de la terraza, cayendo al vacío. En medio de la vertiginosa caída, quedó suspendido en el aire en medio de una luminosa nube violeta. Vio aparecer a un antiguo astrólogo que imaginó sumerio, vestido de verde. El astrólogo le habló en una lengua desconocida, pero como si fuese en un sueño, él la entendía: “Siguiendo el rito escrito en tu libro, has invocado todo lo que un hombre puede saber, y tu deseo se ha cumplido. El hombre solo puede conocer con seguridad que es mortal. El resto le está vedado. Tú ahora morirás”
En la vereda del edificio, los bomberos taparon el cuerpo del astrólogo con unas hojas de diarios. En una de ellas se anunciaba la efeméride planetaria de esa noche, invitando a la gente común a observarla a simple vista.

Osvaldo Alberto Bobasso
(Quilmes, Buenos Aires, Argentina)