Cuando el Beto vio la radio Spica a transistores se obsesionó. No podía entender que, en esa cajita, entrara todo junto lo de los locutores, la música, los boletines, y se le metió en la cabeza que quería tener una a toda costa.
Entonces agarró, se fue al negocio de don Gómez y se le ofreció para hacer los repartos en la bicicleta; también se consiguió pala, guadaña, rastrillo y anduvo de changas limpiando patios y veredas hasta que juntó la plata y, por fin, se pudo comprar la Spica.
La radio fue una perdición: cuando no la tenía pegada a la oreja, para no ligarse un grito por andar rompiendo silencios y paciencias con las transmisiones, la llevaba como podía en el bolsillo del pantalón, que ya estaba todo rajado de forzarle las costuras. Ni qué hablar de la funda de cuero marrón del aparato ¡más sobado que rebenque de capanga!
Había que oírlo canturrear don let mi daun; cuando se despedía, con los primeros pedaleos, se mandaba un canchero gud bai y, por ahí, le susurraba un oh mai darling a alguna chica del barrio.
Cuando andaba entre pedido y pedido le daba al repertorio de Palito Ortega, su hit era la felicidad ah ah ah ah, me la dió tu amor ohoh ohohoh…
Un día escuchó en una de las transmisiones que los hombres iban a ir a la luna. “Ganas de joder, hay que estar locos”, pensó. Pero de a poco, tanto oír y oír sobre la cuestión, terminó por agarrarle el gusto a la idea de pisar el suelo lunar.
No va que, una noche, también, escucha a uno contar del Experimento Filadelfia, ese que, con la experimentación de los «campos unificados», habían logrado en un barco hacer desaparecer a los marineros y que, algunos, aparecieron en otros países. Ahí nomás se le metió en la cabeza que lo de la luna sería algo de eso y que, él también, lograría in-vi-si-bi-li-zar-se, desaparecer y llegar a la luna.
Mientras más se acercaba el domingo del alunizaje, más alborotada andaba la gente, y en la radio Spica era el tema obligado del día.
Todos querían ver ese momento único en la historia de la humanidad, la más grande hazaña del hombre, pero muy pocos tendrían ese privilegio, porque las televisiones en el pueblo eran muy escasas. Los vecinos más solidarios empezaron a organizarse y muchos ofrecían sus casas para que nadie se perdiera tan inmensa epopeya.
Al Beto lo invitó don Gómez, que hacía días se preparaba para el acontecimiento: ya lo había mandado a comprar unas sidras, masitas, manises, yerba, y a que le pidiera unas sillas a don Gervasio y un termo a la Rosa para los mates de la previa.
Cuando llegó ese día, el domingo 20 de julio de 1969, a las nueve y media de la noche hora nacional, se apersonaron todos los invitados con sus mejores pilchas, los hombres engominados y las mujeres con las melenas y polleras bien planchadas, nerviosos. Restregándose las manos y sonriendo forzados, se sentaron y clavaron los ojos, sin moverse ni hablar palabra, en las imágenes en blanco y negro del televisor, mientras los chinitos correteaban y se comían las masitas y los manises a cuatro manos.
Cuando el Beto escuchó que faltaban escasos cinco minutos para que los astronautas pisaran la luna, puso en marcha su plan. Tenía todo calculado: se iría al fondo del patio que daba a los patios vecinos, lo que le daba la coordenada de «campos unificados» (bah, acá era de patios unificados, pero, para el caso, servirían), tendría la Spica prendida ya que poseía el poder de andar sin cables ni conexiones y así podría llevar a cabo el Project Rainbow y lograr lo de la «generación de un campo magnético». Para concretar su empresa, le vendrían justos los alambrados que daban a la casa del vecino Godoy.
Haciéndose el distraído, amparado por la pantalla de la TV que atraía todas las miradas, se fue despacito para el fondo buscando la luna, era una noche límpida y despejada, podía ver la Cruz de Sur y a la luna transitando un generoso cuarto creciente, buscaba el lugar exacto, algo así como el «vértice del octante» para el experimento que lograría hacerlo desaparecer, trasladarse y llegar a la luna junto con los astronautas.
Se imaginaba qué pasaría en el vecindario cuando lo vieran a él, ahí junto a los astronautas, el escándalo que se armaría en todo el pueblo, el griterío y los aplausos desaforados.
Pero, no va que, con los nervios, se le empezaron a revoltijar las tripas y ahí nomás le hicieron una demanda perentoria, justo, justo a las 22 horas 55 minutos en que todo el planeta tierra miraba anhelante que un hombre pisaba la luna por primera vez.
No le quedó más remedio que bajarse los pantalones y darle curso al llamado urgente de la naturaleza. Lo cruzaron toda clase de sensaciones, escalofríos, zumbidos, temblores, se bañó de una transpiración caliente y pegajosa pese al frío y la helada que ya se anunciaba, sentía extraños movimientos telúricos en la tierra y hasta susurros en la hierba.
Se empezó a palpar el cuerpo tratando de comprobar si había desaparecido, si ya estaría in-vi-si-bi-li-za-do, pero no: se tanteó enterito, completo, comprobó que seguía teniendo todo lo que había llevado hasta ahí y por toda su vida; de manera que no le quedó otra que acomodar sus partes íntimas, para lo que tuvo que recurrir a los yuyos que lo rodeaban y, cual no sería su increíble y terrible comprobación, que lo que sí se había invisibilizado, había desaparecido, lo que no estaba por ningún lado, era el producto de su acuciante gestión biológica.
Buscaba y buscaba entre el alboroto que le llegaba de la reunión de televidentes, oía los aplausos y el estallido de los corchazos de las sidras, los brindis alborozados y hasta el ¡Viva Perón, carajo! de los chupados de al lado.
Retornó a la reunión pasmado por lo sucedido y, sumido en su desconcierto, no le dio ni cinco de bolilla al regocijo colectivo.
Sin que se notara ni su presencia ni su ausencia, se fue a su casa atormentado por sus disquisiciones de física nuclear. No podía dormir y, encima, esa Spica de porquería que no paraba de hablar de la nave madre que lo parió de la Columbia, de la Misión Apolo XI, y de que Neil Armstrong había pisado… ¡qué mierda sería lo que había pisado el Neil ese!, pensaba y pensaba el Beto revolviéndose bajo las cobijas.
No pegó un ojo; al otro día, apenas se hizo la luz, sabedor de que don Gómez ya andaba de pie al amanecer, se le apersonó con la excusa de ayudarlo con las sillas, con el plan de escabullírsele y volver al sitio adonde había sucedido la desaparición para corroborar así, aunque fuera parcial, el éxito de su experimento: la invisibilidad y desplazamiento intergaláctico de materia.
Don Gómez ya andaba por el patio con el mate en la mano. Serio lo recibió, malhumorado diría, y ahí nomás, el Beto le preguntó:
—¿Qué le anda pasando, don Gómez, que lo veo disgustado?
El viejo le respondió:
—¡Cómo para no: quisiera saber quién fue el pelotudo que anoche me cagó la tortuga!

 

 

2° Premio del Certamen de Verano 2019 en “Cuento o Relato Largo”

Ana María Cagnin
(Villa Ballester, Buenos Aires, Argentina)