En medio de la penumbra de la habitación el hombre puso en sus labios un cigarro y lo encendió. Esperó. Escuchó el silencio. Reconoció algunos cuadros colgados en las paredes, una jarra que dormía sobre un mantelito y el sillón donde tantas veces había dormido… Suspiró… La tarde comenzaba a oscurecer aún más ese ambiente de por sí inundado por la falta de luz natural.
La ventana, con la cortina a medio correr marcaba sus dibujos sobre los muebles y la alfombra iba mostrando sus distintas partes en la medida que el reflejo del sol la iluminaba.
El hombre volvió a suspirar. Sus ojos fueron hacia la puerta. La puerta entrecerrada. De aquellas viejas con alturas desmesuradas, y cuadriculada con vidrios transparentes. Atrás se vislumbraba un patio con claraboya.
Un perro ladró a lo lejos. Lo pudo sentir.
Como si sus zapatos estuvieran clavados al piso, tuvo que hacer un esfuerzo para zafar y avanzar unos pasos.
Llegó a un escritorio de roble oscuro. Tocó su madera como si se tratara del cuerpo de una mujer y tuvo fogonazos de viejos recuerdos que parecían olvidados.
Su padre… Los bigotes… La mirada adusta… La mano sobre la carpeta… Y él mirando asustado, esperando la sentencia… Su cuerpito temblando como si un juez estuviera a punto de condenarlo a morir…
Se sonrió. Pero un pequeño mareo lo alejó de esas imágenes enmohecidas. Se apoyó sobre una silla y lentamente fue cayendo hasta quedar todo él depositado en ella ¿Qué hacer?
Una música de timbales pareció instalarse en su cabeza y apareció en un rincón su hermana vestida de fiesta, con sus diez años recién inaugurados. Pero, así como vino, se fue.
La ceniza del cigarro se cayó abruptamente sobre la alfombra, pero el hombre no se dio cuenta. Miraba buscando a su hermana en ese rincón.
El estudio permanecía en silencio a pesar de que la casa daba a una calle concurrida.
Y él escuchaba la música que parecía venir de la selva… Pero terminó. Y retornó la calma.
Diez años. Hacía diez años. Y todo estaba igual. Se levantó con sus piernas temblequeando y buscó un sobre dentro de uno de los cajones del escritorio. No estaba. Abrió otro. Nada. Otro. Nada. Los cerró todos y esperó. No podía ser. Tenía que estar. Ese había sido el acuerdo. Pensó. La fila de cajones de la izquierda. No, la de la derecha. Apagó lo que quedaba del cigarro en un cenicero de vidrio transparente y volvió a abrirlos. Cartas, papeles, alguna foto, todos iluminados momentáneamente por los rayos que aún se filtraban por la ventana. Prendió la lámpara. Fue un acto reflejo y se sorprendió. Recordó sus manitos tirando de esa cuerdita metálica para que mágicamente se encendiera la luz, y se apagara, y se encendiera y se apagara… Y descubrió que el sobre estaba ahí. Encima del escritorio, esperándolo. Tembló. Lo tocó. Lo rozó. Lo acarició. Sacó su encendedor y le prendió fuego. Tiró el sobre al aire y éste chocó contra la cortina que se encendió. El cuarto tomó un color especial por el fuego que se iba extendiendo.
El hombre permaneció sentado detrás del escritorio mirando.
Cuando sintió que era tiempo se levantó sin ningún apuro, salió de la habitación que se iluminaba fantasmagóricamente, llegó al patio con claraboya, bajó la escalera de mármol y se fue.
Andrés Caro Berta
(Escritor, dramaturgo, psicólogo, sexólogo, director teatral)
(Montevideo, Uruguay)