En una noche cualquiera, de una calle cualquiera del barrio de La Boca impregnada de colores de Quinquela, se produjo el encuentro.
No puedo recordar cómo la conocí. Tampoco el nombre.
Tan sólo la fascinación que me despertó observar sus piernas, cruzadas con discreción al sentarse de costado en la moto y abrazarse a mi cintura para echar a andar.
Pelo suelto. Olorosa piel.
No logro rescatar, siquiera, el encantamiento previo desplegado por ambos para entender a través de la mirada, que deseábamos y estábamos dispuestos a emprender juntos la aventura primera de nuestros cuerpos. La sangre joven, incontenible, golpeaba, golpeaba, y el enamoramiento se hacía primavera.
Brote turgente, ansioso de sol.
La quinta de Torti, ingeniero civil que había participado en el trazado de la línea ferroviaria que unía nuestro territorio con la localidad fronteriza de Yacuiba en Bolivia, quedaba ubicada entre Burzaco y Longchamps, a unos veinticinco kilómetros de Capital Federal.
Asentada sobre un campo de veinte hectáreas con salida al Camino Real, se llegaba a ella por la calle de tierra que corría delante del horno de ladrillos, que al pasar salía a llenar de ladridos una jauría de perros embravecidos. Mientras los matungos del pisadero, resignados, giraban animados por el látigo y los silbidos del peón que chapaleaba en el barro.
Desde la tranquera, contigua al aromo del que se había colgado el boyero de un tambo cercano contrariado de amores por la polaca María, jugosa y madura breva que supe probar, se proyectaba un callejón profundo cubierto por el follaje de dos hileras de acacias, que llevaba hasta las casas.
Donde en lo alto del molino, campanario del lugar, repiqueteaba a cada vuelta de rueda el tañido sonoro de las cañerías, cuando el agua subía al tanque conectado con la cisterna emplazada al lado de los nogales, destinada a abastecer la red que en su punto más lejano llegaba hasta los bebederos del corral.
Todos los días, antes del amanecer, Vicente junto a Batuque y Churrinche se encaminaba hasta allí para el ordeñe, con sus baldes, maneas, y el banquito de una sola pata a cuestas. Que, bajo el cobertizo, a la luz del sol de noche, sujetaba a la cintura.
Las vacas, reclamadas por insistentes balidos de los terneros mugían que daban lástima, y repetían cada jornada el consabido concierto de protesta iluminado por el jadeo cuyo aliento hacía aún más densa la niebla suspendida. Los perros, con fastidio, garroneaban a destajo. A veces, desde lo alto de los paraísos cercanos resonaba un aleteo grave seguido del canto de trasnochado zorzal, que agregaba su voz solista al desafinado coro. En tanto por el este, poco a poco, como quien se despereza, emergía la bola de fuego y las sombras desaparecían.
Imbuido en estas digresiones, a mitad de camino, ante una imprevista frenada reparo cómo se acentúa la presión que ejercen aquellos brazos aferrados a la cintura. Situación que se repite en forma sistemática, con mayor intensidad en cada aceleración.
Cual bombas de romería, las alertas sensoriales estallan una tras otra sin pausa ni control. Las pulsaciones se incrementan.
De golpe, recuerdo que, a la izquierda del corral, sobre una leve elevación del terreno existía un conjunto de paraísos a cuyo pie destacaba un mullido manto de trébol. El cual permanecía siempre verde, aun cuando la seca pegara fuerte.
Y hacia allí vamos.
La suspensión continúa rebotando sobre el adoquinado de la Pavón. El viento helado, incrementado por la velocidad, golpea el rostro y hace lagrimear. Los pómulos se rigidizan. De poco sirven la Marlon Brando, los guantes forrados, las botas de cuero. Sólo el abrazo, nos abriga a los dos.
Llegados al campo por el macadam que cubre las huellas del viejo Camino Real, detengo la marcha y a pie, con el motor apagado, pasamos por la tranquera de alambre al cuadro sembrado con sudan grass, que desarrolló tal altura que casi nos tapa. No obstante alcanzo a percibir, por debajo de la copa de los eucaliptus, la silueta conocida del monte de duraznos de Juanita.
Cubiertos por la luz indecisa del cuarto creciente, cautelosos, avanzamos en silencio por el sendero pegado al alambrado, sobre la hojarasca que quiebran nuestros pasos.
En cuyo extremo, dejo la Ceccato oculta entre los pastos -no vaya a ser que nos vean- al aproximarnos a la tranquera que comunica con el campo grande donde la hacienda descansa echada, ubicada justo enfrente del chalet de Maurice Duclos, héroe de la Resistencia Francesa vecino y buen amigo de Vicente.
Esquivando animales dormidos atravesamos, por fin, el playón en dirección al conjunto de paraísos que se alza al costado del corral.
A poco caminar, al darme vuelta por instinto, reparo desde la distancia en un reverbero de luna sobre el tanque negro con cachas blancas de la moto. Sorpresivo dedo acusador, que parece denunciar nuestra presencia furtiva.
Más, el loco afán, me hace descartar de plano regresar para tomar otra prevención.
Y bajo los paraísos, nos echamos con blandura sobre la mullida carpeta de trébol, impregnada de rocío.
Volvimos, abrazados como fuimos, pero más juntos con el mismo frío.
Motivos que tampoco encuentro, hicieron que a pesar de la promesa nunca más volviera a verla.
Pelo suelto. Olorosa piel que dejé perder. Como tantas cosas, imágenes fugaces de tiempo ido.
El sábado último, encontrándome de visita, mientras al anochecer las gatas regresaban con ancestral aire de misterio por la ventana creo haber descubierto, por asociación o segundas intenciones de la hija de Vicente al deslizar en la conversación el recuerdo de Maurice Duclos y la existencia para aquella época del conjunto de paraísos, vaya uno a saber, las razones por las cuales el mullido manto depositario de esa pasión fugaz permanecía siempre verde, aun cuando la seca pegara fuerte.
Sagrado para el ingeniero Torti, en el lugar yacían sepultados los perros que habían acompañado su prolongada existencia.
Este cuento fue finalista ganador del Certamen de Invierno 2017 de Cuento Largo organizado por La Hora del Cuento
Roberto Teodoro Miranda
Narrador, C.A.B.A., Argentina